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Leyenda de Iballa

JUAN IGNACIO MORA HERNANDEZ | 20 de octubre de 2012

Entre las jóvenes indígenas que disfrutaron de popular estimación, por la belleza que Orahán quiso otorgarles, ninguna más fascinadora, espiritual y gentil que Iballa. No pocos gomeros están prendados de sus femeninos atributos.

Entre las jóvenes indígenas que disfrutaron de popular estimación, por la belleza que Orahán quiso otorgarles, ninguna más fascinadora, espiritual y gentil que Iballa. No pocos gomeros están prendados de sus femeninos atributos. Más de una vez han dado origen a problemáticas conversaciones, atribuyéndose un amor inexistente, pues en el corazón de Iballa no ha brotado todavía esa pasión que tanto contribuye a la inquietud de las almas que no pueden vivir ajenas a los quehaceres de la vida común. No tardará mucho tiempo sin que se divulgue la nueva de su noviazgo, pues será Ajeche el agraciado poseedor de su cariño.

Este amor aflora en los corazones de dos aborígenes que no son ajenos a los acontecimientos que se suceden en su entorno. En la isla reina la intranquilidad, su porvenir es incierto. En los bandos de Orone y Agana cunde la rebelión que, poco a poco se extiende hacia los demás; pero esta actitud no parece inquietar al Conde de la isla, Hernán Peraza, pues está seguro de su procedencia para reducirlos a la obediencia, empleando los medios y recursos necesarios para dicho fin.

Doña Beatriz de Bobadilla, esposa del Conde de la isla, no es ajena a la inclinación que su marido gusta de galantear a las indígenas de expresivo rostro con el interés de aprovecharse del amor sin comprometedoras consecuencias.

De sus ilícitas relaciones con Iballa, después de reducir a los rebeldes con el auxilio que Pedro de Vera le facilitó desde Gran Canaria, isla de la cual es Gobernador, no existe la menor duda entre los insulares.

La rebelión contra las pretensiones del Conde ha llegado a todo los ámbitos insulares. El descontento es general. Hupalupa sabe que los españoles lo señalaban como jefe de los revoltosos. Éste y Hautacuperche fraguan un complot para eliminar al tirano. Tixiade ejerce como celestina entre los amores ocultos del Conde, pero está confabulada con los sediciosos y, con sutil picardía, sabe dirigir a Iballa para los fines que los insurrectos habían conspirado.
Iballa mora en las proximidades de Benchijigua, lugar en el cual el Conde posee tierras de labrantía. Desde allí puede divisar el Roque de Agando, que con su agudo perfil, pone su sello de alegría a la agreste soledad del paisaje.

El día señalado Iballa es acompañada por Tixiade, que conoce el drama que se va a desarrollar. Los que han fraguado la conspiración rodean la morada, tras recibir la señal convenida, el resonar del silbido. Iballa, al oír el tropel de los rebeldes, le dice a Hernán Peraza: “¡Ajeliles, iuxaques aventanares!” (“¡Huye viene para matarte!”). “Disfrázate con mi traje, para que puedas escapar”.

Él no tarda en obedecer la propuesta de la mujer que ama.Este disfraz no le sirve de mucho, puesto que es sorprendido (“¡Él es, va vestido de mujer, atadlo bien. No le dejéis escapar!”). Atolondrado retrocede. Se despoja del traje impropio de un hombre de su alcurnia. Se cubre con el que había dejado en el lecho, y con su coraza, adarga y espada, sale a enfrentarse con sus enemigos, creyendo vencerlos y castigarlos por su fatal conducta.

Apenas sale del escondite, un dardo lanzado por Hautacuperche, que yace oculto en la parte más inasequible de la gruta, lo derriba en tierra herido de muerte. El escudero del Conde poco puede hacer por defender a su señor, siendo Hupalupa el que acaba con su vida. Sobre un charco de sangre están los dos cadáveres que reflejan la pequeñez de las humanas ambiciones... La noticia se extiende por la isla.

En la Torre, la consternación no tiene límites. Beatriz de Bobadilla se sobrecoge de terror. Teme que los conjurados intenten penetrar en el reducto que ella estima inexpugnable. Iballa y Ajache se reconcilian y parten para Tenerife desde donde contemplan las cúspides de su tierra natal con la pena de no volver a hallarlos, para no ser torturados por la feroz condesa.

La condesa promete vengar la muerte de su marido, el Conde de la isla. Para tal fin pide ayuda al Gobernador de Gran Canaria, Pedro de Vera, que acude presuroso en auxiliar a la viuda sobresaltada de temores. “Mi hogar es una prisión para mí. Ayudadme a salir airosa de los males que me afligen”. Pedro de Vera no olvida la ayuda que el Conde le prestó en su momento.

El hecho de que los insurrectos huyeran hacia la cima de Garagonache obliga a los justicieros a tramar un plan para atraer a los revoltosos, dándoles el pego en garras.Dicho plan consistía en aprender a los culpables de tan vil muerte prometiéndoles el perdón si acudían al funeral por el alma del Conde.

Culpables o no, curiosos o temerosos, el templo acoge a todos los aborígenes que acudieron, sin saber que este hecho marcaría el fin para unos, la esclavitud para otros, la tortura, vejaciones, violaciones, se iban a acometer. Todos los que se encontraban en el templo fueron detenidos, corriendo suertes distintas.

Esta sangre injustamente derramada clama justicia, pues crímenes de tal naturaleza no pueden quedar impunes. La denuncia del obispo de Frías surte efecto en la Corte. Los indígenas quedan en libertad y la conducta del Gobernador y la Condesa queda en entredicho. Sus nombres pasan a la historia con epítetos denigrantes.

La Gomera vive en paz comprada a precio de sangre inocente.”Hasta las piedras tienen voz cuando enmudecen los que llevan en sus hombros el yugo que han creado con su perversidad”. La tierra insular está sometida a los caprichos de una condesa indeseable. Se evocan las palabras de Hautacuperche: “Ha muerto el tirano, pero no la tiranía”

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